29 abril 2006


FÁTIMA.


Hace muchos años que Valentín se enamoró de Fátima. Fueron muchas las ocasiones en las que otras personas allegadas e incluso él mismo, le preguntaron, se preguntó, que sería lo que había visto en Fátima para dedicarse en cuerpo y alma a sus constantes cuidados.
Cuándo la conoció, su salud ya era delicada. Los años no habían pasado el balde y para mayor desgracia sus dos compañeros anteriores no se distinguieron mucho por darle una vida adecuada.
Ahora, a Fátima le cuesta un esfuerzo considerable ir de un lado para otro, y no digamos subir una suave pendiente. Su respiración se vuelve ronca, a cada paso más lenta, hasta el punto de que en algún momento ocurrirá lo inevitable. Su corazón no seguirá adelante.
Pero Valentín conoce al dedillo todos sus achaques y los síntomas que les preceden. Desde que empieza por la mañana a ocuparse de ella, ya huele a mucho amor. Sabe que su aspecto debe ser el mejor y saca lustro de un cuerpo desvencijado que reniega de sí mismo. Cuándo ésta operación llega a su fin, se aleja unos pasos para contemplar su obra y echarle un par de piropos.
Lo siguiente es más complicado. Conseguir que se ponga en movimiento requiere un tacto exquisito. Pero Valentín usa su veteranía para sacar el mayor rendimiento y dar los primeros pasos. Seguir después, es más llevadero. Durante el recorrido, Serafín es todo ojos y oídos. Es tal su desvelo por Fátima que resulta obsesivo. Al primer aviso ya está aminorando el paso, aplicando ungüentos o insuflándole un poco de aire fresco.
Nadie en la estación entiende cómo Valentín tiene medio abandonada a su familia, por el simple hecho de mantener viva la vieja máquina de maniobras, la que sus jefes y compañeros esperan que un día de estos reviente de una vez.
Cuándo eso ocurra, Valentín morirá con ella. Por verdadero amor.

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