23 enero 2012

LA VIGILIA

En el próximo mes de Febrero hará 75 años de una de las mayores carnicerías que se produjeron en nuestra guerra civil (podría haber sido cualquier otra, ejemplos nunca faltan). Tuvo lugar en las márgenes del Jarama entre los pueblos de Arganda, Rivas Vaciamadrid, Morata de Tajuña y San Martín de la Vega. Entre viñedos y olivares ambos bandos se desgastaron hasta la extenuación.
Cuando recorro estas trincheras, testigos mudos de un pasado atroz, y me meto dentro de ellas, intento vanamente ponerme en el pellejo de quienes allí estuvieron. De ahí mi relato.


La vigilia.

Tenia la tripa descompuesta y el cuerpo entumecido por el frío y la humedad. El suelo de la trinchera, lleno de barro, mantenía las botas casi enterradas y los pies encharcados, imposible conciliar el sueño.
Era de noche aún cuando sacó cuidadosamente la cabeza por una abertura del parapeto. Observó las siluetas de los olivos que tenía enfrente y detrás de estos la fuerte pendiente de subida que continuaba hasta la cumbre. Demasiada quietud, inquietante silencio, y la luna, como único testigo, bañándolo todo. Volvió a sumergirse en la seguridad de la zanja y encendió otro cigarrillo. Pasadas dos horas el estómago seguía igual, quizás por culpa del brebaje que les dieron horas antes para encarar con decisión el próximo ataque. Seguía una y otra vez torturándose con la idea de que esta fuera su última noche  y la duda de si tendría el valor suficiente para estar a la altura de sus compañeros.
Cuando las primeras luces del alba aparecieron a su espalda empezó a temblar como una hoja. Se asomó de nuevo por encima del parapeto y miró la cuesta. Buscó los olivos más gruesos, los abrigos del terreno, en definitiva el camino más seguro para esquivar las balas cuando llegaran. Todos le parecieron demasiado pequeños y muy separados. Nuevamente se agachó a esperar. De nuevo le asaltaron los pensamientos. Cómo asumir que ahora estaba ahí y dentro de un rato se convertiria en un cadáver. - No puedo morirme ahora, tengo la vida sin hacer, me esperan. - Se decía una y otra vez. 
Llegó la hora prevista y no se produjo el apoyo artillero. Tampoco el avance del flanco izquierdo, ni del derecho. ¿Qué sentido tenía este nuevo ataque? Pero su comandante estaba decidido. No hacía más que ir y venir dando consignas y amenazando con el revólver. A las ocho en punto sonó el silbato. Los que salieron de la trinchera no avanzaron más de 50 metros antes de ser acribillados y rodar por la ladera como fardos. Los otros, los que no salieron, a la mitad se les fusiló esa misma tarde. Al día siguiente él estaba en la misma trinchera con los nuevos reclutas y algunos veteranos. Pero esta vez ya no sentía nada.