20 febrero 2011

EL AMOR A UN OFICIO.

Cuando leemos los reportajes que nos brindan personas como Francisco Alcázar o Nicolás Chaparro González, que vivieron aquellos tiempos tan duros, nos seduce la idea de que entonces las cosas eran más auténticas y gratificantes que ahora. Y seguro que así era en algunos oficios vocacionales como los ligados al ferrocarril. Ser maquinista era casi tanto o más que el astronauta de hace años. Sin embargo, estamos hablando de tiempos donde el mañana no tenía espacio a causa de la desazón de cómo superar el presente. Aún así, algo debía tener el oficio para ver como rezuman de sus relatos pasados esa aureola de aventura, desafío, etc. Los maquinistas y fogoneros se casaban con su máquinas o estas llegaban a convertirse en una prolongación de sus cuerpos. Sentían cada pulsación del cilindro como su propio corazón y se preocupaban cuando un sonido nuevo distorsionaba el rítmico compás de esa prolongación corporal.
Es una lástima observar hoy el desarraigo entre productores y empresas, apenas existe una implicación parecida, porque a ojos de la compañía importan más los resultados a corto plazo que la fidelidad y compromiso de los trabajadores.
Mi padre era un artesano. Trabajaba en la Real Fábrica de Tapices y se pasó allí casi toda su vida. Aunque le oyera quejarse muchas veces y maldecir el momento en que entró allí, cuando se jubiló y hablaba de sus tapices con otras personas, yo comprendía que había una parte vital, por encima del sufrimiento acumulado, y esa era, el fruto de su trabajo, esa cosecha que él podía enseñar a los demás. Se sentía orgulloso y le encantaba que le hicieran preguntas.
¿Cuántas personas hoy se atreven a valorar públicamente lo importante que es su aportación laboral para el crecimiento y buena salud de su empresa? En mi entorno muy pocos. Tienes que repetírtelo a ti mismo para no caer en la desidia y el abandono, para no sentir que da igual si lo haces bien o regular.
Daniel Ribes (Maquinista) y Emilio Laínez (Fogonero) - Foto de Amaparo Ribes.

Mi abuelo era ferroviario. Trabajaba en los talleres generales de la compañía MZA en Atocha (Madrid). Vivió con lo justo, pero su trabajo no pasó desapercibido. Lo que hacía era siempre importante, trascendental, hasta el trabajo más simple, como llevarse a casa (para sacar alguna pesetilla extra) las trompetillas abolladas y llenas de mugre que utilizaban los jefes de estación. Con una paciencia infinita las metía en ácido hasta que volvía a aparecer su lustre original, y luego con un pequeño martillo y un utillaje apropiado les sacaba las abolladuras hasta dejarlas como nuevas. Un verdadero reciclaje. El placer de hacer revivir un objeto.
Hoy el concepto de utilidad es distinto, por supuesto. No vamos a seguir en la edad de piedra. Es la relación con los medios de producción la que ha cambiado. Y es el intento de acabar con todo objeto que recuerde los orígenes (no tan lejanos) de donde venimos. Cuando se desguaza material histórico, sean edificios, máquinas, documentos, etc., perdemos la orientación, tomamos una carrera peligrosa por llegar cuanto antes al final del trayecto, sin disfrutar apenas del viaje. El legado que dejaron nuestros abuelos y padres, es el cuento que un niño pequeño necesita para comenzar a aprender como se relaciona el hombre con el mundo y sus semejantes. Es un faro, para no perder de vista que estar aquí no tiene que ser una condena, que el trabajo debería ser un medio para sentirnos más completos y mejor personas.
(Es mi sencilla contribución a los preciosos cuentos de nuestros homenajeados)